domingo, 1 de marzo de 2009

EL SÓTANO DE LA CALLE DEL PASTOR


A mis hijos y nietos con cariño.





Había sido destinado al pueblo de Sóller en las Islas Baleares a primero del mes de marzo de 1.974.

Por las motivaciones normales del primer destino, había ido solo y la familia la había dejado en el pueblo en espera de saber qué situación me iba a encontrar allí, si el lugar al cual me destinaban tenía vivienda o no, y entonces tendría que alquilar una en la calle para después traer a la familia, como así me pasó.
Tuve suerte, a las pocas semanas, encontré una vivienda muy cerca de mi destino, bastante grande y espaciosa con un sótano, primera y segunda planta. Tenía en su planta baja una puerta de entrada de madera labrada con refuerzos de bronces formando unas líneas paralelas desde su mitad hacía arriba y, con un refuerzo de chapas de igual metal en su parte inferior que la defendía de los golpes. A media altura, en su parte lateral izquierda tenía un llamador o aldabón, formando la cara de un reptil y saliendo de su boca una gruesa argolla de metal. En la primera planta tenía, justo encima de la puerta principal, un balcón de hierro con una baranda sobresaliente a la calle más dos ventana a sus laterales. Una vez dentro, había una puerta a la derecha que iba directamente a la cocina, en frente una escalera que llegaba a la primera planta y, a la izquierda, una puerta que bajaba, mediante una escalera de siete peldaños a un sótano grande que cogía toda la planta de la casa. Una vez abajo, y pegado a la pared que daba a la calle, había una pequeña ventana a ras del suelo que le daba luz a toda la estancia y justo abajo, estaba el brocal de una aljibe que, mediante un tubo procedente de una tajea traía las aguas de las tejas planas del tejado, procedentes de las aguas de lluvia hasta la aljibe.
Durante varios días me dedique a comprar algunos muebles que yo iba colocando por los distintos lugares de la casa a mi capricho esperando que ya mí mujer los pondría bien donde mejor le pareciera.
Todos los días, desde que llegue a Sóller, yo observaba que siempre que me paseaba por el pueblo, me seguía un perro mediano de talla y de raza – un Cocker Spaniel-, de pelo corto negro ondulado, iba detrás de mí a varios pasos atrasado, pero cuando llegaba a la esquina de la calle Joan Márques de Arbona, se quedaba en la misma y no continuaba. Siempre se comportaba de igual modo; me acostumbré a darle de comer y, durante unos quince días el Cocker no se apartaba de mí, hasta el punto que se acostumbró a entrar en la casa conmigo y se tiraba delante de mí con sus patas delanteras estiradas hacía delante y las traseras abiertas como queriendo que el fresco de las lozas del pisos le refrescara la barriga.
Un día, tras una agotadora tarde de servicio, me dispuse a descansar. Era de noche y me encontraba sentado en uno de los sillones que había comprado cara al balcón que, a través de sus cristales dejaba penetrar la luz mortecina de la farola de la esquina que reflejaba sobre las paredes de la habitación las sombras de las hojas de un árbol plantado en la acera de la calle. Aquel perro que había sido mi compañero de piso durante varios días, estaba tirado junto a mí y observaba al igual que yo, las sombras de aquellas ramas que, si se miraba con cuidado, se podía observar cómo de sus omnipotentes brazos se dejaban ver multicolores destellos de luz como si fueran rayos que inundaran todos los rincones de la casa. Cogí un libro de una caja de cartón que se encontraba al alcance de mí mano y leyendo hojas tras hojas fui cayendo cerrando los ojos en un duermevela, hasta que el idílico momento fue interrumpido por un extraño ruido que me pareció provenir del exterior de la casa, pero no le di más importancia, pues por el balcón se veía caer pequeñas gotas de lluvias y de vez en cuando algún que otro fusilazo procedente de una tormenta que parecía lejana.
Ya no me pude centrar en el libro, el viento zumbaba llamando la atención como almas en pena que gritan para que sean liberadas de su aflicción, y de pronto, otro extraño ruido cortó los silbidos del viento y por mi mente empezó a tejerse todo tipo de paranoia. Desde ese momento solamente pensaba que algo extraño había en la casa. Aquellos sueños de niños en los cuales veía todo tipo de monstruos en la oscuridad de la habitación, se apoderaron de mí. Sólo me pasaba por la cabeza que había alguien dentro de la casa y, eso me ponía la piel de gallina.
Sin perder tiempo, subí al piso de arriba y comprobé que todas las ventanas estaban cerradas y cuando bajaba la escalera hacía el primer piso, inesperadamente se fue la luz, y aquellos rincones de la casa que ante estaban iluminados, se ensombrecieron de repente. Siempre al lado mío, sin mover un pelo, se encontraba el Cocker, y tanteando en la oscuridad pude llegar hasta la mesa donde se encontraba el mechero y el tabaco y encendí un reverbero aunque no me sirvió de nada, pues otro ruido, esta vez procedente del sótano, me hizo recapacitar que algo extraño estaba pasando en aquella casa.
Me empecé a tranquilizar con el transcurso del tiempo y finalmente pude volver a sentarme en aquel sillón a la espera de alguna noticia, pero mi mirada estaba ubicada en el centro de la llama de aquel reverbero y creí por un momento que todo aquello era un sueño, un sueño que me transportaba fuera de mi cuerpo sintiendo un éxtasis y una formidable paz interior. Fue entonces cuando la puerta del sótano pegó un portazo que me sobresaltó. Yo estaba seguro que por la mañana la había dejado cerrada con llave, porqué ese portazo?. Sin pensarlo, me encontré frente a la puerta que se agitaba violentamente contra la pared. Me detuve unos segundos a observar desde el exterior el profundo y oscuro sótano; sólo los fuertes relámpagos lo iluminaban hasta el fondo. Desde esa perspectiva, lucía como si se hubiesen abierto las puertas del infierno. El viento y los portazos me desconcertaban. Sin pensarlo, cerré bruscamente la portezuela y de pronto una fuerza inexplicable me obligó a bajar la vista, descubriendo bajo mis pies un charco de lodo y sangre. Aterrado cerré la puerta y corrí enloquecido hacia el sillón. ¿Quién había abierto la portezuela del sótano?, ¿De qué o de quién era la sangre enlodada?. Era cuestión de saber qué estaba pasando allí; me armé de coraje y tomé el reverbero y empecé a bajar los escalones, uno tras otro, el crujido de mis zapatos en cada escalón aumentaba mi miedo y, mi sombra sobre la pared hacía que mi corazón palpitara cada vez con más fuerza. Llegué abajo y noté cómo mis pies sentía la humedad del suelo lleno de agua de lluvia que había entrado a través de la pequeña ventana que daba a la calle. Dirigí el reverbero por toda la instancia recreándome en los rincones, pero no veía nada raro, el Cocker me seguía los pasos plantándose como el que espera el trofeo en la caza, todo estaba en tiniebla, y sólo la luz tenue de la pequeña llama se dibujaba en las paredes del sótano. De pronto, escuché los mismos extraños ruidos muy cerca de donde yo estaba y pude percibir como el retumbar de unas pezuñas que golpeaba fuertemente el suelo, así como de una cadena que se arrastraba de forma muy lenta. El eco envolvía toda la sala, pero yo no veía nada; lo que fuera, se aproximaban a mí y mi corazón cada vez latía más fuerte, mientras que unas gotas de sudor corría mi cara, mientras que mi cuerpo no daba tino ni a volver la cabeza. Es en esos instantes cuando en décimas de segundo le pasa a uno toda la película de su vida. Sin esperar a más, subí las escaleras de dos a dos peldaños y, antes de llegar arriba, resbale y caí rodando hasta dar con mi cara en el agua que bañaba el suelo, dándome cuenta entonces de que me había torcido un tobillo al intentar levantarme en la oscuridad.
En esos instantes de desesperación, vi la silueta del Cocker que se acercaba a mí y que sus ojos se iluminaban espantado. Parecía que había visto la cara de la muerte. Como pude y sin sentir el dolor de mi pierna, subí despavorido las escaleras pegando salto y al llegar arriba empecé a llamar al Cocker, pero éste no subía, como pude llegué hasta el arma reglamentaria y esperé sentado frente a la puerta del sótano a que éste subiera, pero después de varias horas llamándolo, decidí cerrar la puerta del sótano y la aseguré con una vara de hierro. Nunca más volví a ver el Cocker, ni dentro ni fuera de la casa, lo que había pasado en el sótano sólo yo lo sé. A partir de aquel día me di cuenta que la efigie con cara de reptil que sostenía la argolla de metal me sonreía cada vez que la miraba.

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