miércoles, 15 de junio de 2011

En memoria de Jorge Semprún , que estuvo en el campo de concentración de Buchenwald

Tengo conocimiento de que me estoy apartando de la línea tradicional de la mayoría de los artículos que Sanlucardigital está publicando y esto posiblemente no es atractivo para muchas personas que leen los mismos, pero una vez terminada las elecciones cada uno se posiciona en los lugare sen los que anteriormente estaba y yo, una vez cumplida mi misión con el Partido Andalucista, y siempre que Pepe me lo permita y lo publique, seguiré escribiendo artículos de temas diferentes, que es lo que más me gusta, aunque éste es una copia íntegra del artículo de el diario de Sevilla ABC , que espero que no se enfade conmigo.
Hoy voy a recuperar un artículo de hace 66 años publicado en dicho diario de Sevilla que me ha dejado impresionado por su tema y su narración y que es como sigue:
MARTES 15 DE MAYO DE 1945, EDICIÓN DE LA MAÑANA, PÁG. 15.- “Visita al campo de concentración de prisioneros de Dachau (crónica de nuestro enviado especial, recibida con retraso).
En el vasto mundo anglosajón hay una cosa que impresiona más que el final de la guerra en sí: el de los campos de concentración alemanes. Yo sólo he visitado uno. El de Dachau, en las afueras de Munich. Casi el último caído, en manos del ejército americano. Visitándole, pasé un rato horroroso. Ahora, sobre el limpio papel donde escribo, no lo paso mucho mejor. Dante no vio nada y por eso supo escribir sus patéticas páginas del infierno. Yo sí he visto Dachau y quizás por eso no sepa escribirlo.
Lamento no ser notario para escribir con el formulario y léxico impersonal de los protocolos. Pero creo que puedo, de todas maneras, escribir, en primera persona, porque ni un solo lector que me haya seguido en la prensa de España habrá podido dudar jamás de mi ecuanimidad. A cuenta de mi historial, cargo el “doy fe”. Se me dirá que más en Oriente que en la propia Europa puede haber otros campos aterradores. Desgraciadamente, se puede creer en ello. Pero no los he visto. Si los viese, movería exactamente mi pluma con la serenidad que lo hago ahora.
La entrada en Dachau –sector amplio, rodeado de alto muro y edificios cuarteleros-, es muy trabajosa y municiona. Con nosotros –once periodistas-, entra también mister Jefferson Goffrey, embajador de los Estados Unidos en Francia. Soldados americanos nos colocan a todos en hilera y con un aparato parecido a los insecticidas nos meten por las mangas, debajo de las ropas, grandes cantidades de estos polvos desinfectantes “D.D.T.”, que, con la penicilina, es el moderno “curalotodo”. Quedamos todos como buñuelos para la sartén. Luego, una inyección del mismo producto, cuyo pinchazo todavía me duele. El oficial americano nos reúne, dándonos las últimas instrucciones; en el campo, donde casi todos son detenidos políticos, hay tifus, disentería y otras enfermedades, con docenas de moribundos y centenares de cadáveres insepultos, de los dos mil que encontraron los americanos al llegar. No debemos separarnos de los oficiales americanos ni dar la mano a nadie aquí por razones sanitarias. Ante semejante programa, me entran ganas de volverme atrás, pero fumando cigarrillos y comiendo pastillas, con las manos protegidas en los bolsillos, penetro en un mundo fantasmagórico.
Avanzamos por la amplia avenida hasta el recinto rodeado de espino de alambre. Hay banderas aliadas en todos los lados porque celebran los días de la Victoria, que para ellos no han significado la ansiada libertad. Conforme avanzamos, parece que vamos a entrar en una exposición o Feria de Muestras. Ya es eso en parte, las muestras que hay cerca de la entrada veré después que son las mejores, porque, por lo menos, pueden andar sin arrastrarse y no son contagiosos como otros que se hallan en pabellones cerrados, de los cuales, a pesar de morirse día a día y después de una semana de la entrada de los americanos, no pueden salir todavía.
Los paseantes o que tienen libertad de movimientos dentro del campo van casi todos con traje rayado de presidiarios, pelados, con idénticos ojos inmensos en el fondo de sus órbitas, pero su nacionalidad se distingue fácilmente porque llevan toda clase de banderas y los yugoslavos y rusos visten su uniforme militar casi completo.
En sus barracas hay también banderas y distintivos. En los polacos, los dibujos improvisados de imágenes religiosas contrastan con la bandera roja de los rusos, próximos a aquellos. De los 32.000 detenidos que hay en Dachau, la mayoría son polacos. Son los más serios y reservados. También entre los polacos se encuentran 780 curas católicos del total de 1.350, de los cuales sólo 59 no eran católicos. Los curas de otras nacionalidades, hasta hace unos días en que todavía no había salido ninguno (sólo lo han hecho unos poquísimos), se distribuían así, además de los polacos: 121 franceses, 69 checos, 31 italianos, 30 belgas, 30 holandeses y el resto entre alemanes y de otras nacionalidades. Seminaristas había 108. en total representaban 40 órdenes religiosas distintas.
Para darme estos y otros datos, conforme avanzamos por una especie de lazaretos, donde huesos vivientes, recubiertos de piel, toman el suave sol primaveral, que evidencia todavía más sus llagas, se me acercan toda clase de tipos. Todos me quieren contar su caso. Con grandes ademanes de afectuosidad me quieren presentar “casos especiales”, con los cuales yo tengo que desobedecer las órdenes militares, dándoles las manos o salir huyendo cobardemente a mitad de la conversación. A pesar de que los americanos han hecho una limpieza minuciosa, huele todo espantosamente. Basuras y toda clase de porquerías quemándose en rincones apartados del campo no hacen más que enrarecer todavía más el ambiente.
Al paso de los oficiales americanos, judíos y rusos, principalmente, se levantan más o menos trabajosamente, quitándose respetuosamente la gorra. Cuando nos paramos en un sitio, docenas de seres archisucios y que comen constantemente pan con mantequilla (de los americanos) por los rincones, se precipitan sobre nosotros. Entonces se establece en mi interior una tremenda lucha: la caridad contra la repugnancia. Yo me pego a los oficiales americanos como de niño hacía el regazo de mi abuela. Pero los americanos nos dicen: “todo eso no es lo importante. Ahora entraremos en el pabellón de los incomunicados.”
Uno de estos pabellones es exclusivamente de judíos. Aquí el olor a miseria humana es inaguantable. Hay muchos muchachos. Algunos están tomando el sol por las calles, esqueléticos y con la barriga hinchada como una pelota. Otros, agrupados sobre camastros de tres pisos, juegan a los naipes. En lo alto de la litera, un chico con cara de pillete me sonríe y, muy divertido, me señala algo que se halla en el suelo entre dos literas. Voy allí para mirarlo. Es un cadáver reciente. El niño pillete se ríe a carcajada al ver mi impresión. Casi al mismo momento, el moribundo que gime en una litera al ras del suelo, me tira de los pantalones. Quiere un cigarrillo, voy fumando como una locomotora, sin quitarme el cigarrillo de los labios, y salgo fuera tan pronto como puedo, pero en la calle tampoco puede respirarse.
Después, todo lo demás ya no me interesa. Datos, datos, nombres...; que si estuvo Shusning con su mujer aquí mismo, en Dachau, hasta que lo trasladaron; que si estuvo el obispo Piget y los príncipes Leopoldo de Prusia, y Borbón y Parma. Todo eso a mí no me dice nada ya. Gente medio loca me dice al oído palabras de odios o rencor que prefiero no recordar.
En distintos barracones nos invitan a entrar. Todo es tan trágico, que roza siempre lo grotesco. Unos portugueses y yo somos tomados aparte por unos franceses, siempre tan académicos, a pesar de todo. Uno de ellos suelta un discurso pero los americanos metódicos, siguen infatigables. Ahora nos llevan al crematorio, donde por falta de combustible, en las trágicas últimas horas de Dachau y por ignorar las tropas de Patch, no pudieron quemar dos mil cadáveres entresacados de la cámara de gas (ejecutados) o extraídos de los trenes en el colapso que en los últimos días dejó a la vecina estación, encerrados en vagones, muriéndose como moscas, mientras cundía el caos por todas partes.
Los de allí afirman que Himmler circuló la orden original, salida para América, donde se ordenaba quemar a todos los detenidos de los campos antes de que entraran las tropas aliadas.
De una especie de garaje o hangar –crematorio-, van sacando cadáveres totalmente desnudos para echarlos en treinta y dos carros bávaros, conducidos y cargados por alemanes, a los que se obligan a pasearlos después, plenamente descubiertos, por algunos barrios antes de enterrarlos.
A mi vista hay unos trescientos cadáveres que son colocados en carros con parihuelas desde una especie de ventanas. Son los que sacan aquella mañana. Sus cuerpos están medio descompuestos. Una especie de vendimia macabra.
Ni ustedes ni yo, creo que debamos entrar en esta perspectiva, que todavía me daña las retinas.
Creo que el artículo vale la pena leerlo porque es parte de la Memoria Histórica.
Yo nací seis días después de esta publicación.

Articulo publicado en SanlucarDigital el dia 15 de Junio de 2011

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